En lo alto de una hermosa y verde colina se erguía
un viejo y frondoso árbol, hogar de
muchos pájaros y ardillas que revoloteaban alegres en sus ramas.
Entre los
habitantes más antiguos del centenario árbol se encontraba Luluberta, la
lechuza. Luluberta era una lechuza muy conversadora, aunque Angus, que así se
llamaba el árbol, insistía en que era demasiado parlanchina.
—¡Vaya sol que tenemos ahora! Refunfuñó Luluberta.
—No deberías quejarte – dijo Angus con voz lenta y
apacible – Las flores necesitan del sol para crecer.
—Pues yo no soy una flor! rezongó enfadada.
El viejo árbol, acostumbrado a las habituales quejas de su
emplumada amiga, cerró los ojos y suspiró. Al abrirlos nuevamente divisó a lo
lejos a un viajero.
—Parece que tendremos visita.
—¿De qué hablas, Angus?
—Un humano se acerca.
—¡Ah, los humanos! Sólo ocasionan problemas – afirmó
Luluberta con desdén.
—No creo que éste visitante ocasione problemas.
—¿Eso crees? Yo no estaría tan segura de eso, trae un
hacha en su mano.
—Es sólo su herramienta de trabajo.
Mientras Angus y la avecilla parlanchina dilucidaban los
motivos de su visita, el hombre subió rápidamente la colina y se tiró de
espaldas sobre la grama a disfrutar de la sombra que el árbol prodigaba.
La lechuza, asustada, alzó el vuelo y se marchó lejos.
Angus simplemente se quedó, sin más remedio, en el mismo sitio donde fue
plantado cien años atrás.
Cuando el hombre creyó haber descansado lo suficiente
después del largo viaje, levantó su hacha y la clavó justo al centro del tronco
del árbol.
—¡Ay, eso dolió, detente!
—¿Quién dijo eso? Preguntó el hombre girando su cabeza
sin ver a nadie
—Fui yo, Angus.
El hombre bajó el hacha, muerto de miedo, ¿acaso estaba
alucinando? La voz parecía proceder del interior de aquel majestuoso árbol.
—N-no, no puede ser – balbuceó- ¡los árboles no hablan!
—Pues no sólo hablamos, también sentimos. Y ese golpe me
dolió muchísimo. Te suplico por piedad que dejes de lastimarme.
El hombre levantó nuevamente el hacha y respondió:
—Tu madera es muy fina, la usaré para construir algunos
muebles.
—No lo hagas, soy el hogar de muchos animales. Las aves
construyen sus nidos entre mis ramas.
El hombre restó importancia a los ruegos del árbol y se
dispuso a levantar una vez más su hacha. Esta vez el golpe fue más profundo y
doloroso.
—Te suplico una vez más que reconsideres tu decisión. Si
me cortas no habrá más sombra para el viajero cansado, dime si no disfrutaste
del apacible descanso bajo las ramas cundidas de hojas.
El hombre ladeó la cabeza y respondió:
—Bueno, sí. Tu sombra me protegió del ardiente sol del
mediodía.
—Si me cortas, los otros viajeros no tendrán tu misma
suerte.
El hombre se rascó la cabeza, pensando en las sabias
palabras del viejo Angus
—Escucha, humano – prosiguió— te prometo que si decides
no acabar conmigo tendrás aquí una sombra perpetua. Podrás venir aquí cada vez
que quieras, tú y tus hijos, y los hijos de tus hijos
—Eso parece ser un buen trato.
El árbol sabio sonrió complacido.
Sin más que agregar, el hombre tomó su hacha y descendió
por la colina dispuesto a regresar a casa con la sensación de haber tenido un
sueño muy largo, pero feliz,
Autora: Soledad Del Muro
No hay comentarios.:
Publicar un comentario